jueves, 3 de mayo de 2007

Emociones compartidas

TODA la vida diciendo que los sentimientos están en el corazón, y de eso nada. Te quitan el corazón, te ponen el de otro, y sigues siendo el mismo. Pero eso no quiere decir que los sentimientos no tengan plaza en el organismo y anden, como el alma o el espíritu, sin saber dónde poner el huevo. Los sentimientos residen en el lóbulo central. Sí. Sé que es prosaico, pero para eso está la poesía, para no decirle a nadie: te quiero con todo el lóbulo central, cariño. También resulta prosaico que los sentimientos, tan particulares, tan individuales, tan privativos, sean siempre comunes, sociales. Si amamos, amamos a alguien; si nos avergonzamos, nos avergonzamos ante otros, si nos indignamos no suele ser con nosotros mismos. ¿Qué decir del odio o de la gratitud? Las emociones, tan personales, tienen un origen y un destino compartido. Se sabe lo del lóbulo frontal porque quienes han padecido lesiones en esa parte del cerebro alteran notablemente su conducta. Personas cariñosas, amables, se vuelven de pronto indiferentes al sufrimiento o la alegría de sus seres más cercanos. Pierden toda noción de bien y mal con respecto a las propias acciones. Gentes activas se vuelven apáticas, incapaces de adoptar cualquier resolución. Faltos de discernimiento, de juicio, aunque conserven intactas las facultades racionales.

Las investigaciones de neurólogos como Antonio Damasio han establecido no sólo que esa zona es el centro rector de las emociones, también la importancia que tienen éstas para la vida “práctica”. Comprar un coche, emprender un negocio, elegir una carrera, cualquier decisión está forzosamente condicionada por deseos y temores adscritos a nuestra experiencia emocional. Saber en quién confiar y en quién no, la gente que nos indigna y la que nos seduce, todo eso depende de nuestra empatía con los otros. La estima ajena y la propia, aquello que nos atrae y lo que nos repele, y también la responsabilidad por nuestros actos, que sin las emociones asociadas a ellos nos resultarían vacíos, ajenos. Los que han sufrido lesiones en el lóbulo central mantienen un comportamiento frío, pero no calculador; son incapaces de hacer planes aún a corto plazo, resultan por completo irresponsables y dañinos para los demás. Hay, desde luego, gente así que no ha sufrido lesión neuronal alguna. Tanto entre algunos adultos sin remedio como en muchos adolescentes sin culpa. De hecho la sintomatología de esas lesiones: indiferencia al reproche o al castigo, comprensión intelectual pero sin el menor interés por el trabajo o los estudios, incapacidad para ilusionarse con nada y falta de previsión o planes de futuro, se corresponde con la actitud de buena parte de los jóvenes de hoy. La tara física a consecuencia de un accidente de tráfico se convierte en tara educativa; la inhibición de sentimientos y emociones sociales se produce en ese caso por una formación que no los favorece, que los atrofia. Desprecio e indignación, culpabilidad y ridículo, compasión y simpatía, gratitud y admiración se asimilan emocionalmente, no pueden enseñarse como valores dos horas por semana en las escuelas. Y se asimilan en contacto con los demás, en ámbitos que están hoy en peligro de extinción.

El familiar en que empiezan a desplegarse esos sentimientos ha quedado reducido a la unidad básica de padres e hijo, o aún menos, sin primos, tíos, abuelos. El aprendizaje cooperativo de los juegos, iniciación natural de la infancia hasta no hace mucho, ha sido sustituido por el videojuego. Los adolescentes crecen aislados en sus cuartos con televisión e Internet. La educación escolar, agobiada por más y más conocimientos, ha perdido en buena medida su carácter formativo.El papel de los sentimientos sociales es asegurar los vínculos de cooperación en los que se basa la vida en común. ¿Qué clase de sociedad sería aquella en la que no pudiéramos reaccionar frente a nuestros semejantes con afecto, culpabilidad o simpatía? La misma noción de semejantes resultaría absurda, porque cada uno resultaría incomprensible para el otro. Sin emoción no hay ilusiones y mucho menos esa palabra ya casi olvidada: vocación. Tan sólo queda la satisfacción o insatisfacción del apetito inmediato. Sin embargo, se les dice a esos jóvenes, desde que son infantes, que sigan su “corazón”, dando por hecho que lo tienen. Por todas partes se les recomienda que hagan caso a sus instintos, cosa que desde luego los niños hacen sin necesidad de consejo alguno, con resultados a veces desastrosos. Es una recomendación peligrosa. La vergüenza es un sentimiento particularmente denostado, y de manera bien injusta, porque es completamente necesaria para la formación del carácter y para la higiene cívica. La famosa crueldad de los niños es egoísmo que aún no ha sido atemperado por los sentimientos sociales, que no conoce sus límites ni sus daños, tampoco sus intereses. Quienes pierden la empatía con los demás, pierden la brújula con que orientarse en la vida.

Fuente: diario Europasur, jueves 3 de mayo de 2007
By Jose Rodriguez del Corral (escritor)